Dos reyes. Dos retratos. Dos historias

Siempre me gusta comparar estas dos imágenes: Felipe II, rey de España en el siglo XVI (en un retrato de Sofonisba Anguissola) y Luis XIV, rey de Francia en el siglo XVII-principios del XVIII (pintado por Hyacinthe Rigaud). Ambos son reyes absolutistas (aunque con un siglo de diferencia) pero la imagen que “venden” -si vamos más allá de la idea del poder- es completamente distinta. 

Me gusta pensar que, si en aquel entonces hubiera existido Facebook, éstas serían las fotos de sus perfiles; al fin y al cabo, un retrato oficial era más o menos lo mismo: una imagen que trataba de resumir lo que eras (o lo que creías que eras), cómo querías que te vieran, con qué objetos te identificabas. Resulta curioso cómo los seres humanos tratamos de resumirnos (de mostrar lo que nosotros creemos ser o lo que queremos que los otros piensen que somos) en una imagen.

Por otra parte, un retrato oficial era, evidentemente, una imagen de poder. Hoy en día, toda persona que quiere puede acceder a Facebook, puede tener cientos de fotos y puede cambiarlas a diario si es necesario. En aquel entonces, no era tan fácil, claro…

Felipe II es un rey poderoso y, como tal, mira a cámara. Se ha elegido un retrato de algo más de medio cuerpo que ocupa todo el lienzo. Pero no tiene ninguno de los atributos tradicionales que aluden al poder real, esto es: corona, cetro, orbe. Acaso se insinúa la espada colgada de su cinto, bajo el brazo izquierdo. Se presenta todo vestido de negro como muestra de esa sobriedad y sencillez católica que tanto caracteriza a este rey, y las únicas notas que rompen la oscuridad de su indumentaria son la lechuguilla y los puños blancos. De su cuello cuelga el símbolo del Toisón de Oro, una de las ordenes de caballería más importantes de la época y, en su mano izquierda, sostiene un rosario del que parece estar pasando las cuentas mientras la derecha está apoyada en la voluta de madera del brazo del sillón tapizado de rojo, único toque de color en la obra.

Nos está diciendo -al menos lo que yo leo- algo así: soy un rey, soy poderoso, fuerte y seguro de mi mismo, soy católico y, justamente por eso, antepongo lo divino por encima de lo humano. 

Luis XIV también es un rey poderoso y, como tal, también mira a cámara. Pero su imagen es totalmente diferente. Se representa de cuerpo entero, acompañado del cetro, la corona y la espada. Tras él, una columna de mármol con un amplio basamento en el que aparece un relieve de la Justicia (una figura femenina con una espada y una balanza) y un cortinaje de organza carmesí con ribetes dorados, dando a la escena un aire casi teatral. El rey viste las ropas de su coronación: un manto forrado de armiño y un brocado de terciopelo azul, bordado con la flor de lis, símbolo de la realeza francesa, medias blancas de tafetán, encajes en las muñecas y unos zapatos blancos de tacón alto y lazos rojos. Lleva, además, una voluminosa peluca de pelo natural. Con Luis XIV llega el lujo a las cortes europeas, así como la pasión por las grandes gemas pues por sus manos pasarán algunos de los diamantes más conocidos de la época como el “Azul de la Corona” (hoy llamado diamante Hope).

Lo que yo interpreto que nos dice sería: soy un rey, soy poderoso, rico, marco tendencias, tengo estilo, todo lo puedo, me gusta el lujo, la belleza, el placer. Y -claro- “el Estado soy yo”.

Dos reyes, dos retratos, dos historias. Dos personajes poderosos que se explican a sí mismos a través de la imagen. Y, sin embargo, tal vez lo más interesante sería justamente lo que el retrato no muestra…

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